Noblesse oblige, 1
Enjoy...
Porque la vida no es suficiente
con las citas que la esperan ese día, que repasa meticulosa entre pincelada y mordisco, destapando un bolígrafo imaginario para apuntar un asunto que acaba de venirle al recuerdo. Aprovecha la situación para subrayar en rojo un par de reuniones de trabajo a mitad de semana, rodear con un círculo algún que otro teléfono recaudado anoche, y tachar dos o tres encuentros con amigas que naufragan en el aburrimiento, cuyo hastío ya no tendrá tiempo de compartir. Un suspiro se le escapa entonces del alma y le arranca de la boca la tostada, que cae al suelo estampándose, proverbialmente, por el lado untado de mermelada diet. Mira la huella pringosa con fastidio, y en el movimiento la raya del ojo le sale torcida; cuando vuelve a buscar su imagen sulfurada en el espejo repara en el reloj de pared, que anida a su espalda en el reino invertido que se agazapa tras el cristal, donde los segundos escapan presurosos en dirección contraria como si fuera posible recuperar el tiempo perdido… Un zapato lanzado con puntería diluye la ilusión, y el tiempo vuelve a fluir como suele; ella entonces se da certera los últimos retoques, arregla el desaguisado de la tostada, el del ojo y aun el del alma, y sale como una exhalación por la puerta del apartamento…
con dedos seguros, acariciando aquí, pellizcando allá, comprobando que la tensión en todos los tramos vuelve a ser la correcta. Es un trabajo inacabable, siempre hay nuevos nudos, uniones inesperadas, roturas casi imperceptibles que remendar en el laberíntico entramado, lleno de rincones aún desconocidos, aun para ella. Pero es una devoción explorarse, tocarse por dentro, conocerse; y mientras una taza de café sucede a otra, se deja llevar abstraída en la contemplación de sí misma, en el contacto con su esencia más profunda, el “yo” que es sustrato común a todas sus “ellas”. A su paso el tiempo rendido no puede sino abrir sus aguas, plegarse y condensarse y desaparecer, no existir más, no importar en absoluto…
desbordarse desde dentro. Al punto llega el primer sollozo, que le suena tentativo, impersonal, demasiado civilizado, como si estuviera forzándolo o la razón de sus lágrimas no hubiera penetrado de manera clara en su conciencia. Se obliga a buscar el epicentro de la tormenta que la sacudirá en breve, y enseguida identifica una fuente, y luego otra, y otra más; se mueve desde dentro hacia esas luces, hacia el dolor que las hace arder, dándole nombre y acariciándolo maternal y llenándose de él hasta que no existe otra cosa. Ya no queda sino dejarse ir, entregarse a esa corriente que la arrastra, sin bracear ni asomar a la superficie más que para tomar aire entre hipidos y jadeos entrecortados; hasta que, con un violento espasmo del cuerpo, un gemido gutural, casi infantil le nace del fondo del pecho y va creciendo gradualmente, extendiéndose como el lamento de una sirena en la atmósfera quieta del apartamento…
Hoy soñé la soledad, mi soledad: mi barrio en carnavales quedaba vacío, tanto que hasta el sonido parecía haberse ido a otra parte, y al pasear las calles había un silencio antinatural, ominoso, sin sonidos de naturaleza ni aun el silbido de un viento inexistente; era como habitar un inmenso compartimento estanco. Los pocos que allí restábamos nos mirábamos incrédulos, sorprendidos de la magnitud de aquel fenómeno; por un instante amagábamos romper a hablar unos con otros, pero ese silencio reverencial nos detenía, nos agarrotaba el habla. Así las cosas, no tenía ningún sentido permanecer en la calle, así que me dirigía a mi casa para al menos aislarme entre ruidosos aparatos más comunicativos que yo mismo y mis congéneres; el sonido era una necesidad casi física. Luego, fugaces encuentros en el portal con presuntos vecinos me demostraban que el silencio se había instalado dentro de cada uno de nosotros; que el habla se había convertido, finalmente, en algo imposible.
Cuenta Bryan Livermoore, en sus Audacias del homo sapiens, la celebración de un congreso quimérico y desquiciado; de un lado, una legión de especialistas en las más diversas materias, prestos a rendir la Naturaleza a sus pies; del otro, lo más crudo del otoño, la campiña inglesa y una mansión victoriana proclive a las humedades. Con un verde abrazo, comenzará el combate.
...Ese sueño recurrente en el que, atravesando un paso de peatones, las fuerzas comienzan a fallar, cada paso se hace un mundo, y uno sólo puede observar cómo el resto de transeúntes se alejan y alcanzan la otra acera sin esfuerzo aparente. Sólo uno (uno solo) queda en la calzada, en mitad del paso de cebra, renunciando ya (tras lucha titánica contra el aire que se resiste a su avance) a completar su trayecto, quieto entre los coches y demás vehículos que comienzan a silbar a su alrededor; sabe que ninguno lo tocará (a pesar de ser un obstáculo para todos ellos), que respetarán su isla en el asfalto; pero, ¿llegará algún día a cruzar del todo el paso de cebra?
Fue un descuido. El té se derramó sobre mi novela en curso, y tuve que tender los folios al sol, como ropas manchadas de vergüenza. Demasiado tarde: los escenarios de mi historia desprendían ya los mil aromas de Arabia, y mis personajes habían comenzado a hablar con un rígido acento británico y a ausentarse de sus obligaciones narrativas a eso de las 5 de la tarde. Con tal desgobierno, no pude concluir la novela.