Alter Vita

Porque la vida no es suficiente

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Lugar: Badajoz, Spain

miércoles, octubre 25, 2006

Trainytale (V)

Sólo al cruzar al segundo vagón pasarela, con el pulso acelerado y una confusión de rostros en la retina, me doy cuenta de lo extraño que se ha vuelto todo en los últimos minutos: la persecución ralentizada, a cámara lenta, iniciada cuando un descuido imperdonable dejó al descubierto mi rostro apenas un segundo; la terrible serenidad que dominaba el suyo al levantarse de su asiento y taconear lánguida hasta la puerta; la pesadez de mis miembros al intentar seguirla, vagón tras vagón, como en un sueño en el que pese a todos mis esfuerzos –el sudor perlando mi frente- no consiguiera reducir distancias con respecto al fantasma impreciso que se escabulle inexorable tras una puerta justo cuando yo abro la contraria…Ahora me detengo, rebelándome contra la alarmante sensación de irrealidad, y, apoyado en la pared contrachapada del vagón pasarela, saco otro cigarrillo con dedos temblorosos; lo fumaré nerviosamente, mirando por la breve ventanilla, sorprendido al ver una lluvia viscosa como aceite que parece arrancarle lágrimas al tren, lentos regueros negros –tinta, pienso incoherente- que deslucen su superficie y caen dejando un rastro de formas pequeñas e irregulares sobre la extensión blanca y sin relieve del paisaje…

¿Qué está pasando?, me preguntaré mientras doy una patada a la puerta siguiente y, con la inefable sensación de ser una vez más la marioneta de otras intenciones, prosigo la caza donde la dejé. También ella, al otro extremo del vagón revelado, parece despertar en ese momento de su propia ensoñación y ponerse de nuevo en marcha, como si me hubiera estado esperando, o como si el tiempo se hubiera detenido para concederme ese cigarrillo que intuyo definitivo, la última voluntad de un condenado que empieza a ser consciente de su condición. Pero, ¿qué condena?, sigo preguntándome al abalanzarme dentro del vagón, ya sin disimulo, mientras ella lo abandona pausada como siempre; ¿qué está pasando?, repito mientras desfilo a los trancos entre figuras brumosas que ya no me devuelven la mirada, que ni siquiera tienen ojos para mirar, sólo lentos regueros negros que resbalan por sus rostros mientras las cosas a mi alrededor se desdibujan y pierden sustancia y la lluvia, voraz, sigue lamiendo el tren en los cristales…

Ahogando un grito salto al siguiente vagón. Está oscuro, pero sólo por un momento; la luz del techo parpadea mostrando y ocultando un pasillo que se pierde incalculable en las tinieblas, flanqueado a ambos lados por una serie de puertas que también parece tender al infinito… Me estremezco pensando en cuánto puede durar mi búsqueda, los abismos del tiempo y del espacio a los que me puede abocar; en ese momento una puerta cercana se abre con un insinuante ronronear de goznes, una invitación envenenada e irrechazable que levanta ecos en el silencio abovedado del vagón. Miro instintivamente a mi espalda, a la puerta de roble oscuro que ya no ofrece escapatoria, detrás de la que no me espera nada -literalmente-, y sé que no hay vuelta atrás, que he llegado donde debía, que los hilos que me prenden han cumplido a la perfección su trabajo y ahora pueden descansar mientras yo me encargo del mío…

Empuñando el arma, me interno en la oscuridad del compartimento, donde refulgen los tizones ardientes de dos ojos negros…

(Continuará...)

martes, octubre 17, 2006

Trainytale (IV)


Cuando vuelve a alzar la mirada el escritor siente un leve mareo, la respuesta de su cuerpo o de su mente a la súbita aceleración de no sabe qué tren, real o ficticio, que traquetea obcecado en los márgenes de su conciencia. Cabecea para desprenderse de la sensación, pero sólo consigue intensificarla: entre los jirones de sombra que se agitan con su movimiento casi puede ver cómo, de un asiento a la altura aproximada del suyo –quizá del suyo mismo- una figura de sombrero y gabardina y rasgos aún brumosos se levanta en pos de otro fantasma impreciso que, pocos asientos por delante, se escabulle por la puerta del vagón con un taconeo lánguido, que parece proclamar a cada paso su renuncia a ir a parte alguna… El escritor desorientado acude al texto en busca de una explicación, pero los ojos le escuecen tratando de desentrañar la letra minúscula –más parecida que nunca a un tren velocísimo, recorriendo en cursiva la fría extensión del papel- que apenas puede reconocer como propia. Al volver a levantar la mirada la estela de lo leído es como un rastro ardiente en la retina, que hormiguea y se adhiere a todas las cosas en la creciente penumbra de la tarde…

Fuera ha empezado a llover. La mujer real –de la que todo partió, recuerda como en un sueño- se acurruca en su asiento con el rostro pegado a la ventana, estremeciéndose suavemente cada vez que una gota se estrella cerca, como si la lluvia pudiera penetrar el cristal y calarla hasta los huesos. El escritor se siente atraído por su reflejo pálido, esa gemela fantasmal bañada por lentos regueros de agua que a menudo, en un azar casi literario, semejan lágrimas sobre el rostro traslúcido. La imagen corta la respiración, y a punto está de hacer descarrilar al menos un tren; luego, enseguida, la sombra emboscada en el rostro real hace su aparición, también, en el rostro reflejado, y el escritor vuelve a preguntarse qué verdad terrible la alimenta, qué historia infortunada cuentan esos rasgos…

En ese momento un portazo amortiguado –tanto que sólo se escucha en su mente- le saca de su ensimismamiento, y la mirada busca ya la puerta que se ha cerrado, que aún está cerrándose, como a cámara lenta, tras el aleteo de una gabardina y su propio y precoz sonido…

El escritor se lanza sobre la puerta, sobre el papel, antes de que se cierre del todo dejándole dentro, o fuera. Deberá apresurarse, si no quiere perderse la escena final.

(Continuará...)