Alter Vita

Porque la vida no es suficiente

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Lugar: Badajoz, Spain

martes, agosto 29, 2006

Trainytale (II)

…Pero en ángeles caídos, en ésos sí que creo; de ésos he visto muchos, demasiados. Abundan entre las personas que rodean mi profesión, juguetes rotos, femmes-fatales venidas a menos, niñas apenas que llegaron a la ciudad persiguiendo un sueño y ahora naufragan en una pesadilla de bajos fondos. Cuando recorres las calles lo suficiente alguna se te acaba colgando del brazo, pidiéndote una protección que no les puedes dar, vendiéndose por la calderilla de una seguridad ficticia que les prometes una y otra vez, ronroneante al abandonar sus camas cada noche. Me gusta pensar que para ellas sí soy un ángel de la guarda, alguien que vela para que no les partan el alma, a quien rezar cuando las cosas se ponen realmente jodidas. Si me toca liquidar a alguna, lo hago rápido y limpio. Nunca olvido un amén.
Quizá sea la costumbre, así pues, lo que me impida inmutarme siquiera cuando se abre la puerta del vagón -convertida por un instante en una de las muchas puertas traseras del Cielo- y ella da sus primeros pasos en el lodo. No la acompañan trompetas celestiales, y por el movimiento de sus caderas pienso que sería mucho más apropiado el oscuro blues del más infecto de los garitos, desgranado por una voz rota de alcohol y soledad. Casi juraría poder escucharlo, camuflado entre el traqueteo de bajo de las ruedas mecánicas y los ocasionales contraltos de viento del vapor. Los momentos cruciales de la vida, de una extraña manera, se las arreglan para tener su propia banda sonora.
A partir de entonces todo es suave, fluido, un único movimiento calmo y sin pausas que comienza por alzar el Chicago Tribune que descansaba en mi regazo hasta ocultar con él mi rostro, dejando sólo el espacio suficiente para unos ojos fríamente encaramados a la atalaya de papel. Después me llevaré a los labios, sosteniendo el periódico a una mano, un cigarro que apenas recuerdo haber encendido y cuyas primeras volutas de humo, perezosas, veré desenroscarse largamente hacia el techo ennegrecido del vagón. Sólo al rozar, en un movimiento que querré creer involuntario, la funda de cuero donde se agazapa el frío peso del metal, sentiré algo parecido a un estremecimiento, un oscuro presagio, casi una premonición a ras de piel… Y la pregunta al fin, ya impostergable, se abrirá paso en mi mente:
¿Qué hace ella aquí?


La mujer ha perdido su mirada en la ventanilla, quizá buscando aquello que atrae al resto de viajeros de manera tan irresistible, quizá esperando encontrarse con sus miradas oblicuas nadando en la pecera del cristal. En cambio, sólo ve pastos desfilar con lentitud, un inmenso mar amarillo zanganeando en el rectángulo transparente sin decidirse a abandonarlo, aspirando quizá a convertirse en un único e inmutable paisaje al óleo…
Su pena se ha petrificado igualmente, ya no fluye en lágrimas sobre su rostro de mármol blanco, ahora está esculpida en él como si nunca hubiera habido otra expresión posible en faz alguna. El joven escritor –que ha vuelto a levantar los ojos del papel, y los clava en la mujer como buscando una respuesta impostergable- se pregunta si sería capaz de leer en ese rostro la historia de su propietaria, adivinar la mano del invisible escultor (él o ello) que modeló esos rasgos de una vez para siempre. Sea lo que fuere –un hombre, el tiempo, alguna derrota particularmente dolorosa- ha dejado su huella en cada centímetro de piel, y aún más allá; como una sutil amenaza, algo se embosca al fondo de esos rasgos, una verdad inadmisible que parece a punto de saltarle al paso a cualquier mirada que se atreva a indagarla…
Pero ya un sonido urgente -como de contralto de viento- reclama otra vez la atención, y hay que volver a subirse a ese tren otro que, tras una breve escala para repostar el carburante de las historias, vuelve a salir hacia la noche blanca y sin fin del papel…
Su marcha proseguirá, recta y segura sobre líneas torcidas.

(Continuará...)

lunes, agosto 21, 2006

Trainytale (preview)

No creo en los ángeles. Si, como dicen, algún Big Boss allá arriba nos asigna uno a cada fulano de aquí abajo, el mío debió de acogerse a la jubilación anticipada al ver el barrio en el que vivo. O, como se estila ahora, pidió una baja por depresión, argumentando alguna suerte de estrés laboral que aqueje a los miembros de tan dorada especie. Me imagino el informe médico: caída del plumaje, decoloración mórbida del aura, pérdida del apetito sexual… En fin, un desastre. Así que no le reprocho su deserción, aunque ahora esté disfrutando de unas vacaciones de ensueño en la parte irisada de Cielo que refleja el Caribe, el muy hijoputa. Al fin y al cabo, aquí abajo no corren buenos tiempos para los ángeles, existan o no. Yo habría hecho lo mismo.
El caso es que, desde muy joven, he tenido que prescindir de los servicios de protección celestiales y agenciarme un guardaespaldas mucho más eficaz, que responde al nombre de Lucille y escupe viejo plomo del .45 en lugar de palabras bondadosas y sabias admoniciones. Aunque en este punto, bien es cierto, ella y yo no terminamos de ponernos de acuerdo, a juzgar por su tendencia a despachar fulanos de este valle de lágrimas y darles el pasaporte hacia un mundo mejor. Al menos eso parece decir, aún humeante, después de cada trabajo; yo me limito a mirarla con reprobación, embolsarme el dinero y no entrar en inútiles discusiones que, lo sé, no llevarán a ninguna parte. Dialogar con una pistola es absurdo, a no ser que quieras que te responda de la única manera que sabe hacerlo.
Deformación profesional, supongo. O estrés laboral.
Quizá yo también pida la jubilación anticipada.

La mujer entra entonces al vagón de tren. Lo hace suave, tímidamente, como quien se desliza en un sueño ajeno y multitudinario al que sólo ella no ha sido invitada. Todas las miradas convergen en su figura; la recorren curiosas, perciben en ella algo indefinible y se apartan azoradas, incómodas sin saber por qué. Es lo que suele suceder con los indigentes y los locos, pero ella lleva un vestido elegante y un collar de perlas, y no es el brillo de la insania lo que hace refulgir sus bellos ojos negros…
Son las lágrimas.
El drama, como la muerte, es un asunto solitario, que no gusta de admitir testigos. Los viajeros entienden esta ley tácita, y mientras la mujer pasa junto a ellos sus miradas, una tras otra, se van despeñando por las ventanillas, como una disciplinada formación de nadadoras lanzándose a una piscina imaginaria. Sólo un viajero no parece haber aprendido aún esta lección, quizá de cobardía, y mantiene los ojos fijos en la mujer con la inefable sensación de que, si él también los retirara, ella se desvanecería sin más. Seguramente sea joven, y quizá literato; hace un momento se debatía sobre un cuaderno abierto como suelen hacer los escritores, bolígrafo en mano, en ese virtual combate de boxeo en que tantas veces acaba convirtiéndose el acto de la escritura.
La mujer encuentra al fin un asiento solitario, al que se acomoda con un movimiento que carga con siglos de cansancio. Algo en el vagón se descontrae entonces, el aire vuelve a hacerse respirable, y las miradas comienzan a revolotear de nuevo como moscas tímidas sobre la presa de su curiosidad. El joven escritor ha de regresar entonces a la pelea del lenguaje; lo hace remiso, temiendo quizá perderse algo valioso, cualquier gesto significativo de la mujer que ha quedado encarada a él, levemente esquinada, unos asientos por delante del suyo…
No tardará su mano en adquirir velocidad, y para su sorpresa las palabras serán entonces los vagones de un tren interminable, corriendo negro y furioso sobre las blancas praderas de papel…

(Continuará...)

miércoles, agosto 16, 2006

La vida otra

Hoy me sucedió algo minúsculo, pero que me ha dejado ese rastro de sensación propio de los (re)descubrimientos importantes... Como siempre estoy leyendo varios libros a la vez, y he destinado uno de ellos al trabajo, a los escasos momentos de tranquilidad en que los usuarios de un móvil Vodafone están en paz con el mundo y no necesitan que alguien les diga el voltaje de la red eléctrica canadiense o el significado de la palabra "lagarterana" (ejemplos extraidos de la -aún breve- experiencia profesional de este servidor)... El caso es que sí, entre llamada y llamada, en una pirueta un tanto inverosímil, consigo seguir la trama de un delicioso bolsilibro que atiende al nombre de "El percherón mortal", y a la autoría de ese singular escritor de noir psicológico que fue John Franklin Bardin (aprovecho para recomendarlo encarecidamente). Pero en casa, mientras Bardin duerme el sueño de los justos en la taquilla del curro, me esperan otras (in)fidelidades deleitables, cual es la del conjunto de novelas cortas de José Carlos Somoza reunidas bajo el título de "El detalle"...

Pues bien: ambos libros tienen un protagonista masculino (en el caso de Somoza, me refiero a la tercera de las novelas contenidas, que estoy leyendo actualmente). El detalle parece anecdótico, pero cuando ambos personajes tienen una textura, digamos, común, es fácil que se deslicen detalles del uno al otro, en feliz simbiosis... Así, me he encontrado leyendo a Bardin y presuponiendo que su desventurado protagonista tiene cincuenta años, detalle que, al volver a Somoza, he encontrado expreso al hablar de su no menos desventurado alter ego. ¿Tiene el George Matthews de la novela de Bardin realmente 50 años o sólo le he atribuido esa característica porque me sonaba de algo, sin saber que lo había leído en la novela de Somoza?...

(Perdonen la ensalada...)

No lo sé, ni tiene importancia alguna. Lo importante es que esta contaminación de lecturas, quizá a primera vista perniciosa, me parece una demostración más de lo rico e interactivo que es el proceso de la lectura. Y es que los caracteres no están escritos como un destino irrevocable, sino que reviven, nuevos cada vez, en la experiencia de cada lector. La mirada que se dirige al papel no busca leyes ni fórmulas, sino vida; como tal, concede a ese conjunto informe de palabras, negro sobre blanco, la posibilidad de representar y aun de ser una realidad otra, una vida otra, que a menudo deviene más interesante que la propia

(perdonen la boutade; no me suele suceder verme envuelto en conspiraciones para asesinar a estrellas del music hall, ni perder la memoria de los últimos meses de mi vida y tener que comenzar de cero con otra identidad -esto último no deja de sonar ciertamente deseable...).

Obviando comparaciones (no son necesarias), la vida que nos espera en los libros no es un fósil que visitar en el infinito museo de las historias, sino más bien una puerta a otra dimensión de la realidad, una vida otra en la que implicarse (cómodamente sentados en el sofá orejón del living room) para alcanzar esa felicidad íntima que sólo da la lectura... Cuanto más conscientes seamos de lo vivo de ese proceso, cuanto más sincera e ingenuamente (con la ingenuidad de un niño) participemos en él, más cerca estaremos de habitar, dichosos y plenos, esa vida otra...

Todo un tesoro a nuestro alcance.