Trainytale (preview)
No creo en los ángeles. Si, como dicen, algún Big Boss allá arriba nos asigna uno a cada fulano de aquí abajo, el mío debió de acogerse a la jubilación anticipada al ver el barrio en el que vivo. O, como se estila ahora, pidió una baja por depresión, argumentando alguna suerte de estrés laboral que aqueje a los miembros de tan dorada especie. Me imagino el informe médico: caída del plumaje, decoloración mórbida del aura, pérdida del apetito sexual… En fin, un desastre. Así que no le reprocho su deserción, aunque ahora esté disfrutando de unas vacaciones de ensueño en la parte irisada de Cielo que refleja el Caribe, el muy hijoputa. Al fin y al cabo, aquí abajo no corren buenos tiempos para los ángeles, existan o no. Yo habría hecho lo mismo.
El caso es que, desde muy joven, he tenido que prescindir de los servicios de protección celestiales y agenciarme un guardaespaldas mucho más eficaz, que responde al nombre de Lucille y escupe viejo plomo del .45 en lugar de palabras bondadosas y sabias admoniciones. Aunque en este punto, bien es cierto, ella y yo no terminamos de ponernos de acuerdo, a juzgar por su tendencia a despachar fulanos de este valle de lágrimas y darles el pasaporte hacia un mundo mejor. Al menos eso parece decir, aún humeante, después de cada trabajo; yo me limito a mirarla con reprobación, embolsarme el dinero y no entrar en inútiles discusiones que, lo sé, no llevarán a ninguna parte. Dialogar con una pistola es absurdo, a no ser que quieras que te responda de la única manera que sabe hacerlo.
Deformación profesional, supongo. O estrés laboral.
Quizá yo también pida la jubilación anticipada.
La mujer entra entonces al vagón de tren. Lo hace suave, tímidamente, como quien se desliza en un sueño ajeno y multitudinario al que sólo ella no ha sido invitada. Todas las miradas convergen en su figura; la recorren curiosas, perciben en ella algo indefinible y se apartan azoradas, incómodas sin saber por qué. Es lo que suele suceder con los indigentes y los locos, pero ella lleva un vestido elegante y un collar de perlas, y no es el brillo de la insania lo que hace refulgir sus bellos ojos negros…
Son las lágrimas.
El drama, como la muerte, es un asunto solitario, que no gusta de admitir testigos. Los viajeros entienden esta ley tácita, y mientras la mujer pasa junto a ellos sus miradas, una tras otra, se van despeñando por las ventanillas, como una disciplinada formación de nadadoras lanzándose a una piscina imaginaria. Sólo un viajero no parece haber aprendido aún esta lección, quizá de cobardía, y mantiene los ojos fijos en la mujer con la inefable sensación de que, si él también los retirara, ella se desvanecería sin más. Seguramente sea joven, y quizá literato; hace un momento se debatía sobre un cuaderno abierto como suelen hacer los escritores, bolígrafo en mano, en ese virtual combate de boxeo en que tantas veces acaba convirtiéndose el acto de la escritura.
La mujer encuentra al fin un asiento solitario, al que se acomoda con un movimiento que carga con siglos de cansancio. Algo en el vagón se descontrae entonces, el aire vuelve a hacerse respirable, y las miradas comienzan a revolotear de nuevo como moscas tímidas sobre la presa de su curiosidad. El joven escritor ha de regresar entonces a la pelea del lenguaje; lo hace remiso, temiendo quizá perderse algo valioso, cualquier gesto significativo de la mujer que ha quedado encarada a él, levemente esquinada, unos asientos por delante del suyo…
No tardará su mano en adquirir velocidad, y para su sorpresa las palabras serán entonces los vagones de un tren interminable, corriendo negro y furioso sobre las blancas praderas de papel…
(Continuará...)
El caso es que, desde muy joven, he tenido que prescindir de los servicios de protección celestiales y agenciarme un guardaespaldas mucho más eficaz, que responde al nombre de Lucille y escupe viejo plomo del .45 en lugar de palabras bondadosas y sabias admoniciones. Aunque en este punto, bien es cierto, ella y yo no terminamos de ponernos de acuerdo, a juzgar por su tendencia a despachar fulanos de este valle de lágrimas y darles el pasaporte hacia un mundo mejor. Al menos eso parece decir, aún humeante, después de cada trabajo; yo me limito a mirarla con reprobación, embolsarme el dinero y no entrar en inútiles discusiones que, lo sé, no llevarán a ninguna parte. Dialogar con una pistola es absurdo, a no ser que quieras que te responda de la única manera que sabe hacerlo.
Deformación profesional, supongo. O estrés laboral.
Quizá yo también pida la jubilación anticipada.
La mujer entra entonces al vagón de tren. Lo hace suave, tímidamente, como quien se desliza en un sueño ajeno y multitudinario al que sólo ella no ha sido invitada. Todas las miradas convergen en su figura; la recorren curiosas, perciben en ella algo indefinible y se apartan azoradas, incómodas sin saber por qué. Es lo que suele suceder con los indigentes y los locos, pero ella lleva un vestido elegante y un collar de perlas, y no es el brillo de la insania lo que hace refulgir sus bellos ojos negros…
Son las lágrimas.
El drama, como la muerte, es un asunto solitario, que no gusta de admitir testigos. Los viajeros entienden esta ley tácita, y mientras la mujer pasa junto a ellos sus miradas, una tras otra, se van despeñando por las ventanillas, como una disciplinada formación de nadadoras lanzándose a una piscina imaginaria. Sólo un viajero no parece haber aprendido aún esta lección, quizá de cobardía, y mantiene los ojos fijos en la mujer con la inefable sensación de que, si él también los retirara, ella se desvanecería sin más. Seguramente sea joven, y quizá literato; hace un momento se debatía sobre un cuaderno abierto como suelen hacer los escritores, bolígrafo en mano, en ese virtual combate de boxeo en que tantas veces acaba convirtiéndose el acto de la escritura.
La mujer encuentra al fin un asiento solitario, al que se acomoda con un movimiento que carga con siglos de cansancio. Algo en el vagón se descontrae entonces, el aire vuelve a hacerse respirable, y las miradas comienzan a revolotear de nuevo como moscas tímidas sobre la presa de su curiosidad. El joven escritor ha de regresar entonces a la pelea del lenguaje; lo hace remiso, temiendo quizá perderse algo valioso, cualquier gesto significativo de la mujer que ha quedado encarada a él, levemente esquinada, unos asientos por delante del suyo…
No tardará su mano en adquirir velocidad, y para su sorpresa las palabras serán entonces los vagones de un tren interminable, corriendo negro y furioso sobre las blancas praderas de papel…
(Continuará...)
4 Comments:
¿Las cursivas significan que la historia descrita es precisamente lo que escribe el del vagón?
En todo caso, me gusta mucho más lo que cuentas arriba que lo de abajo, o quizás es que el cambio de tono es muy grande, es un salto que te cuesta dar como lector. Sin embargo, supongo que - como esto es parte de un todo, como veo por el continuará - con sucesivas entregas todo irá más fluido. Quiero decir que dos historias paralelas, entrecruzándose continuamente, es algo que funciona. Una, y después la otra, no tanto.
Un abrazo... y palante, que estamos de buen año!!!!
Has acertado, la cosa va por ahí; las cursivas tienen esa connotación de "ficción", frente a la redonda que siempre carga con más presunción de "realidad"... Sin embargo, el estilo de la parte "real" es más literario, más acusado que el de la parte "ficticia"... Una paradoja buscada.
Entiendo que te guste más la parte fluida, jocosa, como entenderé que a otros lectores (o a otro tipo de lectores, recogiendo la -feliz- polémica renacida en vuestro blog) le guste más la otra parte, más intensa, en la que prima el lenguaje. Por supuesto ambos fragmentos están relacionados, pero la relación no está, de momento, demasiado clara (al menos para el lector)... Comprendo el shock, pero lo prefiero así.
Otro abrazo para ti, desde luego estamos de subidón... Hay que aprovechar.
Todo renace en septiembre...
Buena pinta. Incita a seguir leyendo, ya que promete una historia interesante.
Por lo demás, mantendré la postura neutral (no) acordada respecto a nuestros escritos.
Un abrazo.
Yo soy el lector gruñón de las partes ásperas y sin cursivas; me interesa la búsqueda de un lenguaje poético (no relamido). Me sobran las frases lapidarias, los aforismos camuflados.
Siempre tuyo.
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