"La costumbre del domingo" (2ª parte)
Horas más tarde despierta en la oscuridad. Charcos de luz resbalan en las paredes, anunciando el áspero ronroneo que sube desde la calle, pasa bajo la ventana y sigue de largo hacia la noche. Es una hora indeterminada, irrelevante. Todo lo que importa está ahora en penumbra, las cosas no tienen nombre, no muestran la máscara agresiva con que el día las vestirá de nuevo al alba. Ella tampoco tiene nombre, no es nadie aún; equidista de todas las “ellas” que conoce (y de algunas que apenas llega a atisbar), a las que mira desde una distancia suave, acolchada, sin prisa por ponerse los ropajes de ninguna en concreto. Por ahora prefiere ampararse en ese íntimo anonimato, ese “no ser” que sólo las sombras le conceden.
Se incorpora con los miembros entumecidos, la caricia del sofá clavada en los huesos. Sin encender la luz se mueve por la casa, guiada por el sendero plateado que la luna dibuja en el suelo; la suave fosforescencia le basta para, ya en la cocina, hacerse una taza de café. Acomete el proceso con movimientos laxos, soñadores, y algunas gotas acaban derramándose sobre la encimera, desde donde caen morosas al suelo. Pero el resultado lo merece, un brebaje de color gris humeante que bebe de espaldas a la ventana, jugando a atrapar la luna entre sus aguas quietas, sintiendo, a cada trago, una pequeña luna nacer en su interior.
A su luz todo es dulce, lejano, irreal. A la vez, todo destella de significado. Las formas ocultas se hacen reconocibles, complejas figuras trenzadas con hilos de plata que se entrecruzan y enredan y superponen dibujando el mapa de su ser. Las recorre con dedos seguros, acariciando aquí, pellizcando allá, comprobando que la tensión en todos los tramos vuelve a ser la correcta. Es un trabajo inacabable, siempre hay nuevos nudos, uniones inesperadas, roturas casi imperceptibles que remendar en el laberíntico entramado, lleno de rincones aún desconocidos, aun para ella. Pero es una devoción explorarse, tocarse por dentro, conocerse; y mientras una taza de café sucede a otra, se deja llevar abstraída en la contemplación de sí misma, en el contacto con su esencia más profunda, el “yo” que es sustrato común a todas sus “ellas”. A su paso el tiempo rendido no puede sino abrir sus aguas, plegarse y condensarse y desaparecer, no existir más, no importar en absoluto…
El graznido del despertador deshace rudo el hechizo. Cabecea sorprendida, y se descubre apoyada aún en la encimera de la cocina, con una taza gélida en la mano, bañada por una luz tísica que le ilumina las piernas desnudas, los pantalones caídos a la altura de los tobillos. Por un instante no comprende, todavía más en el paisaje de claro de luna que en la realidad prosaica de su apartamento, y se resiste a soltar el último tenue hilo que la mantiene asida a sí misma. Pero el estruendo persiste, el hilo acaba por romperse y ella se siente caer, arrastrada por una pesada gravedad hacia su cuerpo físico y, más allá, a la desangelada escena que lo rodea…
Casi puede oír el golpe cuando da con sus huesos en la realidad. De nuevo todo es rugoso y áspero a su alrededor, el suelo que pisan sus pies descalzos, la luz tan débil que hiere, el aire que respira a grandes tragos, aún sobresaltada. Cuando se desprende el último velo que le empañaba la conciencia el ruido se hace intolerable, arrancándola de su inmovilidad para arrojarla a la caza confusa de un origen que no es capaz de definir. Echa a andar con urgencia sonámbula, trastabillándose con los pantalones medio caídos, tropezando con mil objetos desperdigados que la penumbra embosca a su paso, guiándose únicamente por el grado de tortura que el sonido inflige a sus oídos. Por fin, al levantar una prenda extraviada, aparece el ruidoso cascajo, ese insufrible delator de todas sus mañanas, que enmudece tras recibir un puntapié lleno de rabia y vendetta. Entonces se gira excitada, buscando otro enemigo, dispuesta a plantarle cara a lo que sea; repara así en el abrumador desorden de la casa, en la mañana impaciente que ya entra a borbotones por la ventana, en su propia desorientación y abatimiento de recién despierta… Demasiado con lo que vérselas, al menos sin el bautismo de una ducha que le devuelva un nombre y una identidad a los que aferrarse. Así que se retira precavida, caminando de espaldas, suavizando los gestos para no incitar a su inminente antagonista, ese lunes que ya la acecha desde todos los rincones, detrás del rostro de todas las cosas…
Se incorpora con los miembros entumecidos, la caricia del sofá clavada en los huesos. Sin encender la luz se mueve por la casa, guiada por el sendero plateado que la luna dibuja en el suelo; la suave fosforescencia le basta para, ya en la cocina, hacerse una taza de café. Acomete el proceso con movimientos laxos, soñadores, y algunas gotas acaban derramándose sobre la encimera, desde donde caen morosas al suelo. Pero el resultado lo merece, un brebaje de color gris humeante que bebe de espaldas a la ventana, jugando a atrapar la luna entre sus aguas quietas, sintiendo, a cada trago, una pequeña luna nacer en su interior.
A su luz todo es dulce, lejano, irreal. A la vez, todo destella de significado. Las formas ocultas se hacen reconocibles, complejas figuras trenzadas con hilos de plata que se entrecruzan y enredan y superponen dibujando el mapa de su ser. Las recorre con dedos seguros, acariciando aquí, pellizcando allá, comprobando que la tensión en todos los tramos vuelve a ser la correcta. Es un trabajo inacabable, siempre hay nuevos nudos, uniones inesperadas, roturas casi imperceptibles que remendar en el laberíntico entramado, lleno de rincones aún desconocidos, aun para ella. Pero es una devoción explorarse, tocarse por dentro, conocerse; y mientras una taza de café sucede a otra, se deja llevar abstraída en la contemplación de sí misma, en el contacto con su esencia más profunda, el “yo” que es sustrato común a todas sus “ellas”. A su paso el tiempo rendido no puede sino abrir sus aguas, plegarse y condensarse y desaparecer, no existir más, no importar en absoluto…
El graznido del despertador deshace rudo el hechizo. Cabecea sorprendida, y se descubre apoyada aún en la encimera de la cocina, con una taza gélida en la mano, bañada por una luz tísica que le ilumina las piernas desnudas, los pantalones caídos a la altura de los tobillos. Por un instante no comprende, todavía más en el paisaje de claro de luna que en la realidad prosaica de su apartamento, y se resiste a soltar el último tenue hilo que la mantiene asida a sí misma. Pero el estruendo persiste, el hilo acaba por romperse y ella se siente caer, arrastrada por una pesada gravedad hacia su cuerpo físico y, más allá, a la desangelada escena que lo rodea…
Casi puede oír el golpe cuando da con sus huesos en la realidad. De nuevo todo es rugoso y áspero a su alrededor, el suelo que pisan sus pies descalzos, la luz tan débil que hiere, el aire que respira a grandes tragos, aún sobresaltada. Cuando se desprende el último velo que le empañaba la conciencia el ruido se hace intolerable, arrancándola de su inmovilidad para arrojarla a la caza confusa de un origen que no es capaz de definir. Echa a andar con urgencia sonámbula, trastabillándose con los pantalones medio caídos, tropezando con mil objetos desperdigados que la penumbra embosca a su paso, guiándose únicamente por el grado de tortura que el sonido inflige a sus oídos. Por fin, al levantar una prenda extraviada, aparece el ruidoso cascajo, ese insufrible delator de todas sus mañanas, que enmudece tras recibir un puntapié lleno de rabia y vendetta. Entonces se gira excitada, buscando otro enemigo, dispuesta a plantarle cara a lo que sea; repara así en el abrumador desorden de la casa, en la mañana impaciente que ya entra a borbotones por la ventana, en su propia desorientación y abatimiento de recién despierta… Demasiado con lo que vérselas, al menos sin el bautismo de una ducha que le devuelva un nombre y una identidad a los que aferrarse. Así que se retira precavida, caminando de espaldas, suavizando los gestos para no incitar a su inminente antagonista, ese lunes que ya la acecha desde todos los rincones, detrás del rostro de todas las cosas…
3 Comments:
UNA HISTORIA PRECIOSA Y MUY TRISTE ALREDEDOR DE UNA MUJER.DEJA AL DESCUBIERTO MAS COSAS DE LAS QUE PARECE, Y ME ENCANTA POR ESO.
NADA MAS QUE COMENTAR PORQUE ME HACE REFLEXIONAR DEMASIADO.
MUY BONITA,PRECIOSA.DEJA AL DESCUBIERO MUCHAS COSAS,Y ESO ME ENCANTA,AUNQUE POR OTRO LADO ME HACE SENTIR UNA TRISTEZA ENORME,NO SE POR QUE....ME VIENEN MUCHOS PENSAMIENTOS A MI MEMORIA.
NO AÑADIRE NADA MAS.
SALUDOS.
Gracias. Si este relato hace sentir algo a alguien, despierta algún sentimiento dormido o arroja algo de luz en una zona de sombras, el esfuerzo estará bien empleado (aunque no esté demasiado satisfecho de él literariamente). Aún recuerdo a quien me dijo consternada que si había puesto una cámara oculta en su casa, porque se veía reflejada de la primera a la última palabra.
A veces escribir tiene estas cosas. Ésa es la magia.
No tengas miedo de mirar adentro, náyade.
Besos.
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