Alter Vita

Porque la vida no es suficiente

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Lugar: Badajoz, Spain

miércoles, mayo 17, 2006

"La costumbre del domingo" (1ª parte)

Para Sandra, con amor.

(Ilustraciones de Jin Wicked)

Llega a casa agotada, cansada de tanto divertirse. Declina ya el domingo, pero desde que salió del trabajo el viernes por la tarde no ha parado un momento: los amigos llamando, los planes superponiéndose unos a otros –obligándola a multiplicarse, como sucede a veces en la oficina-, la noche abriendo sus fauces en horario ampliado de fin de semana, devorando insomnes como ella ávidos de olvidarse de sí mismos en su bruma… Más de lo que su cuerpo aún joven, aún fresco, puede soportar. Demasiado. Y a la vez, quizá, demasiado poco.

Lanza el bolso, la gorra y la bufanda hacia distintos puntos cardinales, sin ser consciente de si cada cosa acaba en su sitio preceptivo o, más probablemente, se une al caos incontrolado que de un tiempo a esta parte reina en su casa. Desde que vive sola –desde que él se fue, se obliga a repetir, en un mantra aprendido con esfuerzo en el que, única concesión que se permite, el nombre masculino es sustituido por su pronombre genérico- el desorden ha ido ganando espacio, imponiéndose como una presencia invisible destinada a llenar la brusca ausencia del cuerpo ajeno, la sutil mutilación de lo que un día fue una dicha razonable y civilizada. Ahora esa ausencia insaciable la acecha en todas partes, debajo de una prenda mal colocada, en la suciedad de unos platos sin lavar o entre los discos desparramados en un rincón; un agujero negro siempre dispuesto a engullirla, esperando el día en que un descuido o un arranque de celo o una cita romántica la obliguen a poner orden, y los recuerdos estallen ante ella como fantasmas vengativos. Será otro día, cariño, dice en voz alta mientras pasa junto a algunos rincones de la casa, con los dientes rechinándole aún.

Se ha desabrochado el botón del pantalón, y el sujetador lleva ya tiempo colgando de cualquier manera del respaldo de una silla; de esa guisa abre el frigorífico y extrae de él una bebida nutritiva baja en grasas –y, por desgracia, igualmente parca en sabor-, con la que se dirige hacia un sofá relativamente libre de obstáculos. Su cuerpo se acomoda con la sensualidad del cansancio a los recovecos del mueble, que lo reciben en un abrazo de cojines mullidos, el cálido reconocimiento de un amante familiar a sus formas de mujer. Se relaja, y las extremidades, que estira lánguida, le hormiguean de placer y anticipación ante la perspectiva del descanso aplazado. Enciende la televisión pero no la ve, y, jugueteando distraídamente con un pecho, recuerda algunas escenas de la noche pasada, rostros fugaces, caricias furtivas, luces girando locamente mientras la música machacona le ensordecía la conciencia…

La primera lágrima le pasa inadvertida. El levísimo reguero húmedo no consigue despertar la sensibilidad de una piel adormecida, que hace mucho nadie electriza con su tacto. Tampoco las siguientes, que van descubriendo surcos en sus mejillas –y éstos aparecen nítidos bajo el maquillaje, marcados a hierro y fuego en la piel- parecen poder sacarla de su dulce ensimismamiento. Hacen falta más lágrimas, todo un torrente de ellas para que, sonriente aún, se dé cuenta de que está llorando.

Saluda el hecho con naturalidad y sin sorpresa, torciendo apenas el gesto, dejando la sonrisa deslizarse suavemente comisura abajo. También ella se desliza en el sofá buscando la posición idónea para el llanto, acurrucada contra el respaldo esponjoso, los brazos rodeando firmemente el torso tembloroso, sosteniéndole algo que amenaza desbordarse desde dentro. Al punto llega el primer sollozo, que le suena tentativo, impersonal, demasiado civilizado, como si estuviera forzándolo o la razón de sus lágrimas no hubiera penetrado de manera clara en su conciencia. Se obliga a buscar el epicentro de la tormenta que la sacudirá en breve, y enseguida identifica una fuente, y luego otra, y otra más; se mueve desde dentro hacia esas luces, hacia el dolor que las hace arder, dándole nombre y acariciándolo maternal y llenándose de él hasta que no existe otra cosa. Ya no queda sino dejarse ir, entregarse a esa corriente que la arrastra, sin bracear ni asomar a la superficie más que para tomar aire entre hipidos y jadeos entrecortados; hasta que, con un violento espasmo del cuerpo, un gemido gutural, casi infantil le nace del fondo del pecho y va creciendo gradualmente, extendiéndose como el lamento de una sirena en la atmósfera quieta del apartamento…