Trainytale (II)
…Pero en ángeles caídos, en ésos sí que creo; de ésos he visto muchos, demasiados. Abundan entre las personas que rodean mi profesión, juguetes rotos, femmes-fatales venidas a menos, niñas apenas que llegaron a la ciudad persiguiendo un sueño y ahora naufragan en una pesadilla de bajos fondos. Cuando recorres las calles lo suficiente alguna se te acaba colgando del brazo, pidiéndote una protección que no les puedes dar, vendiéndose por la calderilla de una seguridad ficticia que les prometes una y otra vez, ronroneante al abandonar sus camas cada noche. Me gusta pensar que para ellas sí soy un ángel de la guarda, alguien que vela para que no les partan el alma, a quien rezar cuando las cosas se ponen realmente jodidas. Si me toca liquidar a alguna, lo hago rápido y limpio. Nunca olvido un amén.
Quizá sea la costumbre, así pues, lo que me impida inmutarme siquiera cuando se abre la puerta del vagón -convertida por un instante en una de las muchas puertas traseras del Cielo- y ella da sus primeros pasos en el lodo. No la acompañan trompetas celestiales, y por el movimiento de sus caderas pienso que sería mucho más apropiado el oscuro blues del más infecto de los garitos, desgranado por una voz rota de alcohol y soledad. Casi juraría poder escucharlo, camuflado entre el traqueteo de bajo de las ruedas mecánicas y los ocasionales contraltos de viento del vapor. Los momentos cruciales de la vida, de una extraña manera, se las arreglan para tener su propia banda sonora.
A partir de entonces todo es suave, fluido, un único movimiento calmo y sin pausas que comienza por alzar el Chicago Tribune que descansaba en mi regazo hasta ocultar con él mi rostro, dejando sólo el espacio suficiente para unos ojos fríamente encaramados a la atalaya de papel. Después me llevaré a los labios, sosteniendo el periódico a una mano, un cigarro que apenas recuerdo haber encendido y cuyas primeras volutas de humo, perezosas, veré desenroscarse largamente hacia el techo ennegrecido del vagón. Sólo al rozar, en un movimiento que querré creer involuntario, la funda de cuero donde se agazapa el frío peso del metal, sentiré algo parecido a un estremecimiento, un oscuro presagio, casi una premonición a ras de piel… Y la pregunta al fin, ya impostergable, se abrirá paso en mi mente:
¿Qué hace ella aquí?
La mujer ha perdido su mirada en la ventanilla, quizá buscando aquello que atrae al resto de viajeros de manera tan irresistible, quizá esperando encontrarse con sus miradas oblicuas nadando en la pecera del cristal. En cambio, sólo ve pastos desfilar con lentitud, un inmenso mar amarillo zanganeando en el rectángulo transparente sin decidirse a abandonarlo, aspirando quizá a convertirse en un único e inmutable paisaje al óleo…
Su pena se ha petrificado igualmente, ya no fluye en lágrimas sobre su rostro de mármol blanco, ahora está esculpida en él como si nunca hubiera habido otra expresión posible en faz alguna. El joven escritor –que ha vuelto a levantar los ojos del papel, y los clava en la mujer como buscando una respuesta impostergable- se pregunta si sería capaz de leer en ese rostro la historia de su propietaria, adivinar la mano del invisible escultor (él o ello) que modeló esos rasgos de una vez para siempre. Sea lo que fuere –un hombre, el tiempo, alguna derrota particularmente dolorosa- ha dejado su huella en cada centímetro de piel, y aún más allá; como una sutil amenaza, algo se embosca al fondo de esos rasgos, una verdad inadmisible que parece a punto de saltarle al paso a cualquier mirada que se atreva a indagarla…
Pero ya un sonido urgente -como de contralto de viento- reclama otra vez la atención, y hay que volver a subirse a ese tren otro que, tras una breve escala para repostar el carburante de las historias, vuelve a salir hacia la noche blanca y sin fin del papel…
Su marcha proseguirá, recta y segura sobre líneas torcidas.
(Continuará...)
Quizá sea la costumbre, así pues, lo que me impida inmutarme siquiera cuando se abre la puerta del vagón -convertida por un instante en una de las muchas puertas traseras del Cielo- y ella da sus primeros pasos en el lodo. No la acompañan trompetas celestiales, y por el movimiento de sus caderas pienso que sería mucho más apropiado el oscuro blues del más infecto de los garitos, desgranado por una voz rota de alcohol y soledad. Casi juraría poder escucharlo, camuflado entre el traqueteo de bajo de las ruedas mecánicas y los ocasionales contraltos de viento del vapor. Los momentos cruciales de la vida, de una extraña manera, se las arreglan para tener su propia banda sonora.
A partir de entonces todo es suave, fluido, un único movimiento calmo y sin pausas que comienza por alzar el Chicago Tribune que descansaba en mi regazo hasta ocultar con él mi rostro, dejando sólo el espacio suficiente para unos ojos fríamente encaramados a la atalaya de papel. Después me llevaré a los labios, sosteniendo el periódico a una mano, un cigarro que apenas recuerdo haber encendido y cuyas primeras volutas de humo, perezosas, veré desenroscarse largamente hacia el techo ennegrecido del vagón. Sólo al rozar, en un movimiento que querré creer involuntario, la funda de cuero donde se agazapa el frío peso del metal, sentiré algo parecido a un estremecimiento, un oscuro presagio, casi una premonición a ras de piel… Y la pregunta al fin, ya impostergable, se abrirá paso en mi mente:
¿Qué hace ella aquí?
La mujer ha perdido su mirada en la ventanilla, quizá buscando aquello que atrae al resto de viajeros de manera tan irresistible, quizá esperando encontrarse con sus miradas oblicuas nadando en la pecera del cristal. En cambio, sólo ve pastos desfilar con lentitud, un inmenso mar amarillo zanganeando en el rectángulo transparente sin decidirse a abandonarlo, aspirando quizá a convertirse en un único e inmutable paisaje al óleo…
Su pena se ha petrificado igualmente, ya no fluye en lágrimas sobre su rostro de mármol blanco, ahora está esculpida en él como si nunca hubiera habido otra expresión posible en faz alguna. El joven escritor –que ha vuelto a levantar los ojos del papel, y los clava en la mujer como buscando una respuesta impostergable- se pregunta si sería capaz de leer en ese rostro la historia de su propietaria, adivinar la mano del invisible escultor (él o ello) que modeló esos rasgos de una vez para siempre. Sea lo que fuere –un hombre, el tiempo, alguna derrota particularmente dolorosa- ha dejado su huella en cada centímetro de piel, y aún más allá; como una sutil amenaza, algo se embosca al fondo de esos rasgos, una verdad inadmisible que parece a punto de saltarle al paso a cualquier mirada que se atreva a indagarla…
Pero ya un sonido urgente -como de contralto de viento- reclama otra vez la atención, y hay que volver a subirse a ese tren otro que, tras una breve escala para repostar el carburante de las historias, vuelve a salir hacia la noche blanca y sin fin del papel…
Su marcha proseguirá, recta y segura sobre líneas torcidas.
(Continuará...)