Alter Vita

Porque la vida no es suficiente

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Lugar: Badajoz, Spain

domingo, junio 10, 2007

Tren en blanco y noir: grand finale


Lo sabe, al fin.

La lluvia arrecia de golpe, disolviendo la revelación en una cortina líquida, regueros invisibles que el viento no tardará en dispersar lejos del tren en marcha; pero ya es tarde. Ya no es posible ignorar lo que se ha sabido de repente y con horror; no ver –tras despegar la mirada del cristal y girarla con lento fatalismo hacia la mujer- el morado ominoso que la sombra de ojos apenas maquilla, las costras en el labio que un rouge intenso trata de disimular, la ceja rota en varios tramos que un perfilador ha vuelto a enlazar no sin esfuerzo, el amarillo rojizo de antiguos hematomas en el que los polvos faciales son como nieve cayendo incesante e inútilmente sobre un campo ponzoñoso… Y, por encima de todo ello, dominando serena su reino de heridas, la mirada de la mujer; una mirada que se sabe descubierta, que interroga con furia quién es nadie para juzgarla, que solicita un perdón universal sin saber de qué pecado ha de ser perdonada, que se repliega avergonzada por su indignidad de víctima… En el espacio congelado de un segundo él entiende todo esto, y muchas otras cosas que no sabría expresar; luego, con el primer parpadeo incrédulo, el tiempo se restablece y él, simplemente, huye, escapa, sale despavorido hacia cualquier otra parte, en una estampida visual que rastrea todos los rincones del vagón en busca de un refugio imposible, y que finalmente va a dar con sus huesos, una vez más, en el cálido y familiar vértigo blanco del papel…

…Pero entonces algo sucede: la nada queda suspendida, paralizada en mitad de su labor destructora, como una sentencia que se aplaza por órdenes misteriosas, el capricho de un oscuro demiurgo que aún quisiera juguetear más con sus criaturas. Miro al instante mis manos y las encuentro sólidas, recorro con ellas mi cuerpo recordando el vértigo de fundirme en una inexistencia negra y espesa, destinada a fecundar la gran llanura blanca que es mi única patria. Sea como fuere, mi cuerpo es de lo poco que ha sido hurtado a la nada; a mi alrededor el vagón aparece deslustrado, reducido a sus elementos mínimos, apenas unas líneas desvaídas que insinúan pobremente lo que antes imitaba con exactitud, hasta la confusión de los sentidos, la realidad. Una luz gris, una no-luz tiñe de incertidumbre la escena, reflejándose extrañamente en las superficies planas y sin textura, a las que no consigue arrancar el más mínimo color, ni siquiera una triste sombra. Sólo la ventana, o el paisaje que se recorta en ella, mantienen algo más que una ilusión de vida, mostrando el discurrir de un mundo brumoso y empañado de lluvia que, con un escalofrío, reconozco ajeno.

Un murmullo me saca de mis pensamientos. Es más un ronroneo que un murmullo, y, antes de girarme, sé lo que voy a encontrar. Como esperaba, la nada también la ha respetado a ella: sensual, serena a pesar de todo, su cuerpo descansa a medio recostar sobre el esqueleto de una cama que apenas conserva la sustancia suficiente para sostenerla en algo más sólido que el aire. Sólo entonces repara en mí, o finge sorprenderse de manera exquisita, y sonríe en un gesto de reconocimiento que parece querer decir, con ironía, que se ha visto en situaciones peores que ésta. Sus ojos han recuperado parte de su altivez, su ciego desprecio al peligro, y de repente mil imágenes, mil recuerdos enseñoreados por esos ojos, me muerden a traición con el veneno de la añoranza y la lujuria. Como si lo notara, su cuerpo se desenrosca algo más, tentador, y su sonrisa se acentúa con el destello de una promesa. Siento entonces que mis hilos –los que me han traído de la nada, los que me movieron desde que subí a este tren maldito- se tensan, y, obediente, echo a andar.

No tenemos mucho tiempo: a medida que me aproximo a ella las formas escasas que aún quedan en pie se van desdibujando, borradas por una goma invisible y deletérea; pronto sólo quedarán nuestros cuerpos, y esa escotilla hacia otro mundo ignoto que es la ventana preñada de lluvia. No apresuro mi paso, empero. Tampoco podría hacerlo, los hilos que tiran de mí imponen un ritmo lento, casi agónico, que me permite paladear con dulce anticipación lo que va a suceder en breves momentos, dentro de una eternidad. Ella también disfruta el receso, juega lasciva consigo misma, se acaricia con languidez los encantos en que recuerdo haber saciado la sed de mis entrañas hace ya varias vidas... Entonces, cuando creo que no lo voy a soportar más, la coreografía llega a su punto álgido. Las dos figuras que permanecen en escena, los dos actores que soportan el drama, se reúnen al fin.

La miro, su cara a un palmo, sus labios abiertos, anhelantes. Avanzo hacia ella una mano que porta la primera de una interminable serie de caricias, y… la abofeteo. Sus ojos se abren mucho, con una sorpresa esta vez real, imposible de fingir. Los míos no lo hacen menos. Toda su atención está en mi mano, de repente ajena, la mano de otro al final de mi brazo; con horror, contemplan cómo se cierra en un puño crispado. El golpe es brutal, un estallido que lo quiebra todo, que acaba con el último resto de inocencia que atesorara en el rincón más secreto de mi alma. Ella me mira esquinada y borrosamente, recuperándose del dolor y el desconcierto, incapaz de entender; un hilillo de sangre le resbala de los labios que sólo hace un instante yo iba a besar, y un círculo morado comienza a extenderse por su mejilla… Entonces, su cabeza se convulsiona violentamente, y descubro consternado que he vuelto a golpearla.

No quiero hacerlo, pero no puedo evitarlo. Con los ojos inundados de lágrimas, veo cómo los golpes ahora a dos manos se suceden implacables, mientras lo que va quedando de ella, cada vez más abotargado e irreconocible, se retuerce entre espumarajos. Llegado un momento decido mirar a otro lado, ya que al menos no he perdido el control de mis ojos; cegar mis oídos no es tan sencillo, pero por fortuna los gritos y las súplicas, rotos entre gorgoteos, se van haciendo a cada golpe menos audibles, hasta que no queda más que un balbuceo ronco y curiosamente atonal que pronto, también, desaparece. Sólo en ese momento mis puños abandonan su frenético carrusel y, abriéndose en manos insensibles, despellejadas, cuelgan fláccidos a ambos lados de mi cuerpo. En el repentino silencio, cargado de ecos indecibles, sólo suena el espasmo de mi voz, que repite aún como un mantra la palabra que niega el horror que acaba de tener lugar. Por fin, súbitamente debilitado, no más sostenido por hilos ajenos, caigo junto a ella, me desplomo para ver cómo una ola de blancura se abate sobre nosotros, rizándose para abarcar los dos cuerpos y no dejar atrás ninguna anomalía. En el último segundo, antes de ser golpeado por la nada, un impulso de justicia poética me lleva a decir, a modo de despedida, una última palabra…

Amén.

Cuando levanta la mirada de nuevo, turbado, sudoroso, ella ya no está. Su lugar junto a la ventana es ocupado ahora por un vacío que conserva su forma, un fantasma sin facciones que descansa su rostro en el cristal y que sólo él puede ver, sólo a él acompañará el resto del viaje, quizá más allá. Por un momento duda que haya existido alguna mujer de carne y hueso, pero enseguida percibe el sutil rastro de incomodidad que su marcha, quizá al bajar en una parada que él no ha sido capaz de detectar, ha dejado entre los pasajeros del vagón. En efecto, es posible rastrear una huella casi corpórea de su paso, hecha de miradas esquivas a la puerta, murmullos insidiosos, y un alivio generalizado mezclado con una clase ominosa de compasión.

Él los mira a ellos, a su vez. Sus acompañantes en este viaje: personas de orden, gentes bienpensantes, pulcramente organizadas en sus dos filas de asientos. Dos brillantes filas de asesinos civilizados: homicidas del día a día, como él mismo, que acaban de sacrificar una nueva víctima al altar de la indiferencia. Poco importa ya, todos los trenes siguen su curso y éste no es excepción; se mida en horas o en kilómetros, el olvido no tardará en aparecer en un próximo recodo del camino. Del drama exhibido, de la tragedia obscenamente cruzada en sus vidas sólo quedará, para la mayoría, una anécdota curiosa que contar con fingido escándalo en el lugar de destino. Poco más, en realidad, que papel emborronado, meticulosamente arrugado en una bola y tirado sin mirar atrás al cubo de la basura de una estación de tren cualquiera.

sábado, junio 09, 2007

Romeo & Julieta reloaded

(Recupero un relato viejillo, de mi primer periodo de formación, que me ha sorprendido al desempolvar viejos papeles -esto es, hojear el contenido de alguna carpeta de Windows- por su frescura y sencillez. Coming soon: la edición definitiva de Tren en blanco y noir, cuyas galeradas -ejem- estoy corrigiendo justo ahora).

Verona, 2004. A través de los siglos, una pareja arquetípica reproduce y actualiza los esquemas del amor. Hay cosas que tienen una cualidad intemporal; así, la manera en que brillaban los ojos de ella a la luz de la luna, o las palabras que él le susurraba al oído en noches de delirio dulce e interminable. Sobre todo lo demás, el tiempo acaba por imponer sus inflexibles condiciones.

Romeo vuelve a casa, agotado tras una dura jornada tratando de convencer a un cliente de que su mierda es perfectamente vendible, siempre que la avale una sólida campaña de publicidad como la que su empresa, precisamente, puede ofrecerle. Ni siquiera la habitual raya de coca a mediodía ha conseguido sacarlo de un estado levemente depresivo que le viene durando ya semanas: el lento tránsito sin altibajos en que un conformismo hecho rutina ha transformado su vida. Tampoco el olor de la cocina le despierta de su embotamiento, ni las noticias que escupe el televisor y que él, desplomado en un sillón, oye sin escuchar.

Julieta trajina con los cacharros en la cocina, sujeta a esquemas atávicos que ni la modernidad más recalcitrante ha logrado desarmar. Pero ella es una chica de hoy en día, qué menos; su lugar, aquél en el que se siente realizada, está fuera de casa, en un trabajo más bien infame en el que se deja explotar alegremente, con tal de no verse reducida a un estereotipo machista. Su necesidad de salirse de un guión escrito siglos atrás, también, la llevó a negarse a tener hijos, lo que originó la primera gran fractura en su relación con Romeo, tan condenadamente italiano, tan chapado a la antigua. Al fin y al cabo, los Montesco siempre han tenido descendencia, tradicionalmente masculina; algo menos de dos robustos varones sería casi una vergüenza, sobre todo para la mamma, siempre ávida de nietos. En lo que, para consternación de Julieta, están de acuerdo los de su propia sangre, los Capuleto, quienes, tras un inicio de relación algo problemático, han acabado formando con los Montesco una bien avenida familia (en la acepción siciliana del término).

La aún joven pareja comerá en silencio, tras intercambiar un beso desganado y tres o cuatro frases de cortesía. La centelleante pantalla del televisor será el refugio de sus miradas, que no se rozarán más que en sus desplazamientos de un plato a otro. Sin embargo, subrepticiamente, ella lo mirará, constatará el enrojecimiento de sus ojos, cada vez más visible, y se preguntará si es sólo efecto de la droga que le ha sorprendido tomando en ocasiones. Nada sabe de él, de lo que esconde su mutismo, y a medida que éste crece se hace más difícil romperlo, como una barrera física que se hubiera instalado firmemente entre ellos. Por su parte, él es consciente de las miradas clandestinas llenas de preocupación, y las aborrece. Sólo quiere que le dejen en paz, que no rompan su callado ensimismamiento, ese lugar del alma en el que se aferra a la belleza que la realidad no le muestra por ningún otro lado. Bastante tiene con cumplir con los trámites burocráticos de la vida, trabajar y todo lo demás; el resto del tiempo es para él, si consigue sacarse de encima las toneladas de frustración y derrota que los años han ido depositando en su ánimo. Y ella no se lo hace precisamente más fácil, con sus exigencias de romanticismo a la antigua –¡ella, tan moderna!- y su preocupación constante sobre el devenir de su relación, qué nos está pasando, por qué no eres el de antes, y toda esa basura sacada de revistas para mujeres aburridas. Así que se encierra aún más en su silencio, la mira con gesto hosco cuando ella le sonríe tímida, y acaba el plato lo antes posible, para prolongar su aislamiento mental en la soledad de su estudio.

Y así seguirán las cosas, sin más tragedias que una infelicidad larvada, como la de cualquiera, nunca explícita más que en gestos y silencios llenos de significado. Y a nadie le extrañará que él sucumba un día a una sobredosis de droga (seguramente, un intento desesperado de contrarrestar una sobredosis de realidad), ni que ella aparezca el mismo día muerta en su bañera, desnuda en el agua enrojecida por su sangre. Pero lo característico de esta encarnación del mito, el aporte de nuestro siglo a la historia original, es que ambas muertes, por vez primera, no tendrán relación entre sí; ambos amantes morirán en soledad, como vivieron, sincronizados sin saberlo y sin conocer –ni importarles en lo más mínimo- la suerte del otro.

Hasta que renazcan en otra época, en la que, románticos incorregibles, les deseamos mejor fortuna.