Memoria de otra huída.
Ya en el andén (tan pronto) me asalta violenta la sensación: cuánto tiempo he perdido sin viajar, cuánto tiempo he estado fuera de casa.
La sabiduría secreta del viajero, ese aprendizaje sucesivo (a medida que el viaje amplía su radio, fuera y dentro de uno) que comienza con la torpeza e inseguridad del viajero ocasional (¿llevé todo? ¿es éste mi autobús? ¿no me habré equivocado de andén?). Yo alcancé otro estadio, en el que el viaje me afloraba a los ojos y al cuerpo de manera más natural; ahora me maldecía por haber dejado que ese conocimiento se extinguiera...
Un viaje trae ecos de todos los viajes anteriores, los legitima en el recuerdo; lo mejor, legitima a quien fuimos en cada uno de ellos (¿y quién seré en éste?)
El de viajero es un disfraz que se pone por dentro; una vez puesto (y esto pasa de repente, violentamente, en cualquier andén) la vida es otra, o, más importante aún: puede serlo (una inmensa variedad de otras vidas, desplegándose ante uno lentamente, sin acosarlo aún con la exigencia de elegir...)
Ballard vuelve a reinar en las carreteras, presentes y pasadas.
Nada parece perdido, todo parece al alcance (como si al desencajarme de mis perfiles hubiera olvidado que algún día perdí algo). ¿Es viajar la fuente de la eterna juventud?
Y entonces viene, tan temprana, la paradójica rehabilitación de lo dejado atrás: no ha cambiado la ciudad aún tan cercana, ni sus habitantes, pero sí, con tan poca distancia de diferencia, se siente distinto uno, merecedor de la trama de afectos de la que, kilómetro a kilómetro, se va alejando...
Todo viaje parece ponerse naturalmente bajo el signo de una mujer; como una deidad rectora del viaje, que lo justifica (y entonces se huye de esa mujer) o lo envenena (y entonces la ciudad de destino muestra en todas sus calles el rostro de la mujer que se dejó atrás).
El mensaje de la mujer en mi móvil, que me pinta una tonta sonrisa frente al recepcionista, me reafirma absolutamente en el camino reemprendido: uno en el que pasan cosas, y la gente vuelve a hablar en mi lenguaje. (Días después la sobriedad relativizará, pero en aquel dulce instante todo fue alcanzable, también la mujer).
Luego otra mujer se recorta de mi memoria para aparecerse como un fantasma sobre las calles en las que, años atrás, mi memoria la registró... Casi puedo verla -casi puedo vernos- en el portal en que nos despedimos tantas noches, donde se iba fraguando un beso que el miedo dejaba, noche tras noche, suspendido entre dos miradas...
La presunción de inocencia cubre de manera natural la ciudad alcanzada, se extiende a sus gentes, acaba extendiéndose también a mí. Descanso entonces, al fin, de mis culpas pasadas, reales o ficticias.
Pero...
Antes o después la realidad lo alcanza a uno, recordándole que el viaje es apenas excursión, poco más que paseo, tan lejos de aquellos viajes del pasado que se escribían en mayúsculas, en busca de un destino nuevo, una vida rutilante que hiciera olvidar brumas pasadas...
La contracrónica: cada vez tarda menos en alcanzarme aquel que soy, mi yo-jaula, a quien ya no puedo engañar más que un tiempo pírrico, que sigue mi rastro sin dificultad como un sabueso experimentado e implacable... Apenas disfruto de un autobús de diferencia, el que media entre su viaje y el mío, para permitirme la ficción de ser otro.
La inseguridad también es mi compañera de viaje; subrepticiamente se mete en mi maleta y sale cuando menos la espero, recordándome que viajo, también, con mi sombra... Luego, esa misma noche, el trovador uruguayo me hermana con la duda, y siento firmemente que sólo con ella estoy completo, sólo asumiéndola me reconozco.
El viaje dura lo que dura la ilusión de lo otro; luego es sólo cansar el cuerpo, a la espera de un transporte que nos lleve de vuelta a donde, lamentablemente, recordamos que pertenecemos, una y otra vez...
...Pero ya en el regreso pervive una neblina agradable que difumina lo literal, lo envenena con el recuerdo de otras calles y su rastro de cansancio dejado en las piernas... Uno no termina de saber dónde está, y entonces se ilumina la segunda parte del viaje: volver con la libertad puesta encima, con el rastro de lo otro -su huella liberadora- como una impresión en los nervios, que uno trarará de hacer indeleble...
Y otro azar afortunado (el viaje es propicio a los azares): creyendo ya el viaje frustrado entrar en una librería y comprar, paradójicamente, una guía de viajes... Días después el presunto fracaso se habrá convertido en un tímido primer paso hacia la recuperación de un yo viajero, y la guía, símbolo y sostén de ese renacido y ya ardiente deseo...
(Próximo capítulo: Uruguay)