Call center bytes, 2
El médium.
Entre el jolgorio general que domina el call center, las risas y las carreras, los coqueteos de cajetín a cajetín, las bolsas de panchitos y, de vez en cuando, algún timbrazo inoportuno, se destaca una figura sobria, ensimismada, casi autista. Mirándola uno caería en la tentación de pensar que es el orgullo de las coordinadoras, el ojito derecho del gineceo de reinas-madre que administra la rumorosa y agitada vida de la colmena: siempre tan serio, tan ajeno, su mirada nunca despegándose del rácano horizonte de su cajetín, en cuyos confines parece encontrar algún ignoto paraíso del todo invisible para sus compañeros. Qué ejemplar, pensará uno, qué aplicado, comentará otra, qué aburrimiento, bostezarán todos.
Pero si uno se acerca a investigar, y se embosca más o menos discretamente tras los hombros de este individuo, podrá ver más de un fenómeno sorprendente. Para empezar constatará que su mano nunca descansa, que no deja ni por un momento de zaherir el papel en el que, entre números de teléfono, nombres de clientes, ciudades y demás información desechable, crece la grafía de una firma irregular, que se repite una y otra vez invadiendo imparable todos los rincones en blanco que deja la mezquina acumulación de datos inútiles. El resultado es de un cierto horror vacui, y deja al observador un regusto metafísico en el paladar.
La tentación de preguntar es alta, más cuando se constata que la firma no parece corresponder al nombre conocido, que el individuo repite puntualmente tras cada timbrazo -con la apariencia de quien surge de un trance hipnótico- dentro de la fórmula ritual de saludo. Uno esperará entonces verlo terminar su gestión, y en el siguiente entreacto se fijará en cómo esa mirada se le vuelve a extraviar en un punto invisible, en cómo esa mano arranca de nuevo a escribir a su aire, como dotada de vida propia, al dictado de una voz que sólo ella parece escuchar. Y mientras esa firma obsesiva seguirá extendiéndose, primero rápida y furiosa, luego con languidez y trazo algo fantasmal -la mano tonta de quien ya apenas atiende a lo que hace- sobre un folio detrás de otro...
Un nuevo timbrazo hará volver en sí a este hombre, que, de nuevo él mismo, repetirá la fórmula de bienvenida oportuna; si bien esta vez, al llegar a su nombre, la voz sonará algo vacilante. Y entonces todo quedará claro al fin, y uno volverá a su asiento callado, pensando oscuramente en los laberintos de la identidad, los fantasmas rencorosos que acechan para recordarnos quién fuimos o quién quisimos ser, dinamitando la fe en un presente quebradizo, un yo incierto.
Luego uno volverá al trabajo, y ya en la primera llamada dudará. Aquél que siempre se jactó de atender con la fría eficacia del contestador automático, descubrirá cómo, ante la voz inquisitiva al otro lado de la línea, le pasa lo que nunca le ocurrió. Un gatillazo inexplicable.
La grabación se le atasca.